Wednesday, September 26, 2007

TOCAR LOS LIBROS/ UMBERTO ECO


Tocar los libros


El escritor y semiólogo italiano, célebre por novelas como 'El péndulo de Foucault', reflexiona sobre el placer que representa atesorar ediciones de bibliofilia y no necesariamente por su contenido

UMBERTO ECO


Durante las dos últimas semanas, tuve que hablar en dos ocasiones diferentes de la bibliofilia y, en ambos casos, entre el público había muchos jóvenes. Es difícil hablar de la propia pasión bibliófila. Entrevistado en ese bello programa radiofónico que es Farenheit de la RAI (y que tanto hace por difundir la pasión de la lectura), decía que el bibliófilo es algo así como un pervertido que hace el amor con las cabras.
Si cuentas que pasaste una noche con Naomi Campbell o aunque sólo sea con la bellísima vecina del quinto, tus interlocutores siguen tu relato con interés, envidia o maliciosa excitación. Pero si relatas el placer sentido haciendo el amor con una cabra, la gente, incómoda, intenta cambiar de tema de conversación por todos los medios. Si uno colecciona cuadros del Renacimiento o porcelana china, todo el que entre en su casa quedará extasiado ante tantas maravillas. En cambio, si muestra un librejo del seiscientos, con las hojas amarillentas y dice que los que tienen libros de ésos se cuentan con los dedos de la mano, el visitante espera aburrido el momento de largarse.
La bibliofilia es el amor por los libros, pero no necesariamente por su contenido. El interés por el contenido se satisface yendo a una biblioteca, mientras que el bibliófilo, aunque preste atención al contenido, quiere el objeto y, si es posible, recién salido de la imprenta. Hasta tal punto que hay bibliófilos, cuya conducta no apruebo pero entiendo, que, ante un libro intonso, no le cortan las páginas para no violarlo. Para ellos, cortar las páginas al libro raro sería como, para un coleccionista de relojes, romper la carcasa para ver el mecanismo.
El bibliófilo no es alguien al que le encanta la Divina Comedia , sino alguien que ama la fecha de edición y la fecha de impresión de la Divina Comedia. Quiere poder tocarla, hojearla y acariciar con los dedos la encuadernación. En ese sentido, habla con el libro como objeto que le habla de sus orígenes, de su historia y de las innumerables manos por las que ha pasado. A veces, el libro cuenta una historia hecha de marcas del pulgar, anotaciones al margen, subrayados, firmas e, incluso, agujeros de carcoma. Otras veces cuenta una historia todavía más bella cuando, a pesar de tener 500 años, sus páginas limpias, frescas y blancas crujen todavía bajo los dedos.
Pero un libro como objeto puede contar una bella historia incluso si sólo tiene unos 50 años. Tengo una Philosophie au Moyen Age de Gilson de los primeros años 50, que me acompaña desde el día de la defensa de mi tesis doctoral hasta hoy. El papel de aquella época era infame y amenaza con deshacerse en triza. Por eso, intento pasar sus páginas de la forma más suave posible. Si fuese para mí sólo un instrumento de trabajo, no tendría más que comprar una nueva edición, que por cierto está muy barata. Pero a mí me gusta ese libro viejo que, con su frágil vejez, con sus subrayados y sus notas de diversos colores según los periodos de relectura, me recuerda mis años de formación y los siguientes y que, por lo tanto, forma parte de mis recuerdos.
Esto es lo que suelo contar a los jóvenes, porque, habitualmente, piensan que la bibliofilia es una pasión accesible sólo a personas adineradas. Es cierto que hay libros antiguos que cuestan cientos de millones (una primera edición incunable de la Divina Comedia fue subastada, hace unos años, por mil millones de liras), pero el amor por los libros no se refiere sólo a los antiguos, sino también a los libros viejos, que pueden ser la primera edición de un libro de poesía moderna.
Hace tres años, yo mismo encontré en un puesto callejero la primera edición del Gog de Papini, que conservaba las pastas, eso sí, pegadas con cola, por sólo 20.000 liras. Es verdad que la primera edición de los Cantos órficos de Campana la vi, hace 10 años, en un catálogo por 13 millones de liras (se ve que el pobrecillo sólo había podido imprimir unos cuantos ejemplares), pero se pueden adquirir bellas colecciones de libros del novecientos tan sólo renunciando a una cena en la pizzería.
Un estudiante mío coleccionaba sólo guías turísticas de épocas diversas que encontraba en los mercadillos. Al principio pensé que era una idea rara, pero partiendo de esos fascículos con las fotografías desvaídas, el estudiante hizo después una bellísima tesis en la que se veía cómo la aproximación a una determinada ciudad iba cambiando con el paso de los años.
Por otra parte, incluso un joven con pocos recursos puede hacerse, entre la feria de Porta Portese y la de San Ambrosio , con libros del quinientos o del seiscientos que cuestan más o menos igual que un par de zapatillas de marca y que, sin ser demasiado raros, son capaces de contar toda una época.
En definitiva, con la colección de libros sucede lo mismo que suele pasar con la colección de sellos. Es evidente que el gran coleccionista tiene piezas que valen una fortuna. Pero yo, cuando era niño, compraba sobrecitos que traían 10 o 20 sellos y, con ellos, pasé tardes enteras soñando con Madagascar y con las Islas Figi, a través de esos pequeños rectángulos multicolores, seguramente nada raros, pero para mí fabulosos. ¡Qué nostalgia!



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